jueves, 9 de agosto de 2012

B.


Empecé en aquel trabajo como empezaba en todos los demás: por pura suerte. Yo conocía al hijo de un tío que había llegado más o menos lejos en la empresa y el hijo habló con él y a la semana siguiente estaba ya trabajando allí.  Al principio me gustó. Era un trabajo. Quiero decir, tenía dinero y todo lo demás, y los viernes incluso tenía tiempo para invitar a alguna chica a cenar y luego llevármela a casa. Estaba realmente bien.
Pero luego aquel trabajo fue apoderándose de mí. El tío que acudía al trabajo era responsable, y respetuoso con la ley. Era ordenado. Y concienzudo. Desde el principio había llegado a un acuerdo conmigo mismo: ese hombre no sería yo. Podía fingirlo lo mejor que pudiera, pero no iba a serlo.
Hasta que un día estaba en mi apartamento y miré a mi alrededor y vi que mi habitación se había convertido en su habitación. Estaba recogida, y limpia. Me había planchado los pantalones de ir a trabajar. En el escritorio tenía uno de esos abrecartas que nos daban en la oficina. Y haciendo repaso, vi que ningún día de la semana anterior me había acostado después de medianoche.
Me había convertido en un hombre hecho y derecho, en ese futuro que todos los padres buscan para sus hijos y en ese marido que todas las madres quieren para sus hijas. Era una persona decente.
A la mañana siguiente no volví a trabajar. Nunca más lo hice.

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