sábado, 16 de marzo de 2013

The last goodbye.


El humo asciende y se aleja de ella, como tantas otras cosas que nunca volverán. El cigarrillo descansa en sus labios, cómodo, lánguido, desafiante. Aspira, saborea, inspira. 
Cruza las piernas en el banco con gesto elegante. Justo enfrente de ella pasa una mujer ya madura con dos niños, sonriente, aunque cansada, siguiendo los juegos de los pequeños, reinventándolos, volviendo parcialmente a ser joven. Se pregunta, distraída, si acaso ella podría haber sido así. Algún día. Sabe que probablemente no.
Ella los reinventa. Son los personajes de su teatro particular. Su forma de descansar de su interminable huida, de nada en nada, de espina en espina. Puede vivir, mientras tanto, mil vidas efímeras. La chica que camina firmemente sujetando un carrito de la compra es una espía soviética. Lo dicen sus andares seguros, su mirada fija al frente. Aquel señor de la corbata sueña con tener un pequeño puesto de perritos, con huir de la asfixiante oficina, con sentir el aire en la cara cada día, pero tiene una familia que mantener y no puede hacerlo. Y esta niña, que mira con mucha concentración un libro, sus grandes ojos abiertos y serios tras las gafas, será probablemente una novelista famosa. 
Arroja la colilla al suelo y la pisa levemente con el tacón.  Un hombre joven se sienta a su lado y duda unos segundos antes de decidirse.
-¿Me da un cigarro?-le pide.
Ella le sostiene la mirada fijamente. Sin bajar los ojos, se lleva otro cigarrillo a la boca y le ofrece uno. Enciende primero el suyo antes de pasar el mechero a su acompañante.
El humo asciende y se aleja de ellos.
No hablan.  Fuman en silencio observando a los viandantes en esta luminosa mañana de domingo. Cuando acaba, él se levanta y se va sin despedirse. Pero se vuelve a mirarla un segundo antes de marcharse para siempre.
Ella exhala, termina el cigarro, busca con los ojos su espalda, ya lejana, inalcanzable.
Hacía mucho tiempo que no se sentía tan cerca de nadie.





El relato está inspirado en este dibujo de mi querida Jimotita. Podéis ver más dibujos de esta artistaza aquí.

domingo, 10 de marzo de 2013

I go to the barn because I like.

Tiene que subir otra vez, una vez iniciada la marcha, porque ha olvidado las llaves del buzón. Hace años que se viene preguntando si conserva el ritual por romanticismo, por terquedad o por caprichosa nostalgia. Hasta ahora aún no ha encontrado respuesta.
Mantiene ocupada su mente mientras brinca hasta el piso de abajo, aunque una parte de ella aún siente el nerviosismo, la expectación, como si no fuera ésta una ocasión mecanizada a fuerza de repetición, que lo es, sino un momento mágico y largamente ansiado, que también lo es. Probablemente.
Le cuesta asimilarlo cuando lo ve. Piensa que sus ojos la engañan, incluso llega a frotárselos. Pero no. Es verdad.
El buzón está vacío.
Queda paralizada un segundo. Después cierra la puerta lentamente y recorre el camino a la inversa, escaleras arriba. No es más que un retraso, piensa, intentando tranquilizarse. Es normal. Y sin embargo, la ausencia del sobre blanco y estrecho, con un doblez elegante, inclinado ligeramente hacia la izquierda, la mantiene inquieta toda la mañana.
A lo largo del día baja tantas veces que termina por dejar las llaves en lo alto del armario de la cocina. A medianoche todavía no ha recibido nada. Se sienta en el suelo de la cocina y se abraza las piernas como hacía cuando era una niña. Algo terrible ha ocurrido. Está segura. Lo intuye. Siente el frío recorrerle la columna vertebral, su piel se eriza. Ha muerto. Ha tenido que morir. Ese terrible pensamiento, que ya no es tal, sino una certeza, se apodera de ella. Ha muerto. El tiempo de los arrepentimientos, la oportunidad de la redención, ha pasado. Le ha sido cruelmente arrebatada la capacidad de decidir. Ese eterno algún día se ha convertido en un nunca. No hay vuelta atrás.
Se levanta, lentamente. Abre el armario de su habitación y saca una caja de zapatos.
Contiene veinticinco sobres blancos y estrechos, con un doblez elegante, inclinado ligeramente hacia la izquierda. Todos ellos están cerrados.
Respira. Y los abre. Todos ellos empiezan con un Feliz cumpleaños. Todos ellos acaban con un Te quiere, papá.  Y las dos palabras más repetidas son Lo siento.
Los lee, en silencio. Los guarda de nuevo, con cuidado, en silencio. Y en silencio llora la posibilidad de esos veinticinco años que no fueron, que podrían haber sido.
El timbre de la puerta la saca a la mañana siguiente de un sueño inquieto, ligero, empapado de pena.
Un problema con las entregas en el día de ayer, le dicen. Hubo retrasos. Lamentan mucho las molestias que hayan podido causar.
Pero ella no escucha. Porque su mundo entero parece haberse concentrado en un sobre sin abrir, blanco y estrecho, con un doblez elegante, inclinado ligeramente hacia la izquierda.