miércoles, 17 de octubre de 2012

Don't forget.

He estado intentando convencerme de que abandonar a una persona no es lo peor que se le puede hacer. Puede resultar doloroso, pero no tiene que ser una tragedia. Si uno no dejase nunca nada ni a nadie, no tendría espacio para lo nuevo. Evolucionar constituye una infidelidad, a los demás, al pasado, a las antiguas opiniones de uno mismo. Cada día debería tener al menos una infidelidad esencial, una traición necesaria. Se trataría de un acto optimista, esperanzador, que garantizaría la fe en el futuro. Una afirmación de que las cosas pueden ser, no solo diferentes, sino mejores.

sábado, 6 de octubre de 2012

Orpheo et Euridice.

La pequeña jugaba con su caballo favorito el día que la vio por última vez.
Él la miraba, orgulloso y feliz, desde el centro de su pequeño taller, donde fabricaba artesanalmente toda clase de juguetes y muñecas. El que estaba usando la niña en ese momento lo había tallado en madera el día en que nació, y ella siempre había mostrado una predilección especial por él. La niña advirtió la mirada de su abuelo, y le sonrió, coqueta, a pesar de su corta edad, con ese instinto para el encanto que tienen todos los bebés. Él adoraba su mirada azul, el pelo negro que empezaba ya a cubrir su cabecita.
Alguien cruzó entonces la puerta del taller y todo el encanto de la escena pareció desvanecerse. El hombre suspiró. Supo, solo con mirarla, a qué había venido.
-Papá...
-¿Sí?
-Necesitamos dinero. Por favor.
-Te dejé quinientos francos la semana pasada. Yo también tengo dificultades.
-Lo sé, pero hemos tenido gastos imprevistos.
-Creo que el alcohol de tu marido no era nada imprevisto para nadie-le dijo, con cierta dureza.
Ella se lo quedó mirando, como si no pudiera creer lo que oía.
-¿Cómo te atreves?-exclamó.
-Sylvie-ahora su tono se había vuelto suplicante-. Por favor. Deja a ese hombre. No os hace ningún bien ni a tu hija ni a ti. Venid a vivir conmigo, yo os mantendré hasta que encuentres algo. Por favor.
-¿Estás loco? No voy a dejarle. Le amo. Me ha hecho muy feliz.
Era la vigésima vez que mantenían esa conversación.
-Si la felicidad se midiera en moratones...-observó mordaz.
-Si tú supieras lo que es la felicidad, a lo mejor mamá no te habría dejado. Siempre quieres destruirlo todo. Eres un infeliz y ahora tratas de hacerme desgraciada a mí también.
Había puesto el dedo en la llaga. El juguetero sintió su autocontrol escaparse con una rapidez inusitada al tiempo que la ira crecía dentro de él.
-Si tanto mal te hago, no te molestes en volver. No quiero volver a verte nunca más.
Se arrepintió al instante de sus palabras, pero era tarde. La mujer entornó los ojos, cogió a la pequeña y cruzó la puerta.
-¡Sylvie!-llamó el hombre, desesperado-. Lo siento. No quise decir eso. Por favor, perdóname.
Siguió gritando unos minutos, a pesar de saber que ya no había nadie allí para escuchar sus ruegos. Finalmente se derrumbó en la butaca frente al fuego, enterró la cara entre las manos y lloró.

Al día siguiente acudió a casa de su hija, pero nadie abrió la puerta. Él sabía, no obstante, que le habían visto llegar, porque apreció movimiento en las cortinas. Volvió todos los días durante una semana. Nadie le abrió.
Empezó a escribirle cartas con la esperanza de que las leyera, suplicándole que volviera, o que al menos le dejara ver a su nieta. Nunca le contestó nada. Acabó confesándole a su hija, por medio del correo, cosas que nunca le habría contado a nadie, sus dolores, esperanzas y miedos más íntimos. Y sabía, en el fondo, que jamás lo habría hecho si no tuviera la absoluta certeza de que sus cartas no estaban siendo leídas.
Un día, aturdido por el dolor, empezó con la creación de una nueva muñeca. Una preciosidad de ojos azules y pelo negro, con un pequeño caballito de madera incluido.
Al cabo de dos meses, el cartero empezó a devolverle las cartas. La dirección estaba equivocada, le decía. Aquella señora ya no vivía allí. Él intentó investigar el paradero de su familia, pero todo fue en vano. Así pues se enfrascó en la producción de sus muñecas, para intentar huir del dolor de su ausencia.

Le pasó la bolsa y el cambio a la mujer de mediana edad y le dedicó una sonrisa.
-Gracias por su compra-le dijo.
Paseó la mirada por los potenciales compradores que recorrían el establecimiento. Se fijó particularmente en una niña de unos doce años, y sonrió ante el arrobo con el que ella contemplaba las muñecas.
-¿Te gustan?-preguntó.
-¡Mucho!-contestó ella- ¡Menuda tienda tiene usted montada aquí! ¡Es enorme, y preciosa!
-Antes era solo un taller. Todo esto empezó con esta pequeña de aquí-le dijo el juguetero, y le tendió la muñeca, la de pelo oscuro y ojos azules, la que había supuesto un principio, pero también un final-. Se vendió muy bien.
La chiquilla la cogió con adoración.
-¿Quieres comprarla?
-Oh, no, no creo que me alcance, señor. Tengo mis ahorros aquí, pero...
Estuvieron contando juntos el dinero y constataron que en efecto faltaba una gran parte. Él calibró  rebajársela, pero acabó decidiendo, como siempre, que no podía hacerles descuentos a todos los niños que habían querido juguetes a lo largo de su vida.
-Bueno, quizá puedas pedírsela a tus padres por tu cumple-la animó.
-No, no somos de aquí. Somos de Italia. Hemos venido solo de vacaciones.
-Vaya, es una lástima. Bueno, si las tratas con cuidado puedes jugar con ellas todo lo que quieras.
Ella lo hizo durante un rato, y después se marchó, tras besar al anciano en la mejilla como agradecimiento. Aunque sus ojos azules recorrían las calles de París en el camino de vuelta, su mente estaba todavía en la juguetería, preguntándose por qué el caballito de madera de la muñeca le había resultado tan familiar.