lunes, 25 de junio de 2012

Black milk


El estruendoso sonido de una pieza instrumental inunda la casa cuando Ángela entra en ella. Cierra la puerta, suspira, agotada, y se dirige a su cuarto para cambiarse los apretados zapatos de tacón y el traje rígido que utiliza para trabajar.
Al pasar por la habitación de su hijo asoma la cabeza. Un ligero desorden reina en ella. Leo está absorto en el ordenador, escribiendo algo, y no se ha dado cuenta de su presencia. Ella le llama, pero la música está tan alta que su voz no llega hasta el chico, así que tiene que atravesar el cuarto y tocarle en el hombro.
-Baja eso-le pide.
Él se vuelve para mirarla y asiente con la cabeza.  El volumen disminuye. Ella se recrea en su rostro. No puede evitarlo. El pelo negro y la piel pecosa es igual que la suya, pero los ojos, azules, son los mismos que los de su padre. Aun así, piensa con satisfacción, se parece más a ella.
El chaval se ha quedado mirándola, como preguntándose a qué espera para salir de su habitación. Vuelve a la realidad y continúa el camino hacia un vestido y unas zapatillas de estar por casa cómodas y confortables. En realidad, Leo no es un mal chico. Nunca le ha dado problemas. Saca buenas notas y es responsable. No le contesta mal, no le gusta beber, cumple sus tareas con puntualidad. El problema está en que desde que se divorció de su marido, Ángela y Leo se han ido distanciando de forma lenta pero inevitable. Quizá es la edad. Quizá algo distinto. Pero su hijo pasa los días encerrado en su cuarto, escuchando música de compositores que ella nunca logra diferenciar, leyendo libros cuyo título jamás consigue retener, escribiendo historias que no le permitirá leer. Hace mucho tiempo que no le avisa de sus conciertos de violín. Los días en los que veían películas de Disney mientras comían palomitas o hacían tartas juntos han quedado muy atrás. Ángela percibe la intensidad de ese muro invisible que la separa de su único retoño.  Pero no sabe qué hacer para derribarlo.

Leo escucha, aliviado y culpable a partes iguales, los pasos de su madre al salir de su cuarto. No es que no la quiera. Él la quiere mucho. Pero hace años que no consigue contactar con ella. Intenta introducirla en su mundo, explicarle las sutilezas de un preludio de Rachmainov o lo emocionado que se sintió la primera vez que leyó Lolita. Pero ella, sencillamente, no lo entiende. Los conciertos de violín a los que asistía antaño la aburrían más allá del orgullo que sentía por su pequeño. Y por eso dejó de invitarla. Lamenta no tener más cosas en común con su madre, pero acercarse a ella le parece cada día un trabajo más arduo, así que se encoge de hombros y continúa escribiendo.
Unas horas después vuelve a oírla entrar en su cuarto. Ángela parece curiosamente tímida, casi una niña, con ese camisón grande que le queda tan mal pero sin embargo adora, con sus zapatillas de conejito, piensa él, conmovido.
-Leo-dice, inexplicablemente nerviosa.
-¿Sí?
-¿Quieres ver una peli de Disney?
Por un segundo él piensa en rechazar la propuesta. La profundidad del abismo que los separa le asusta. Pero luego vuelve a mirarla, y se le disipan las dudas. Al fin y al cabo, solo es una película. Sonríe.
-Claro. 


Sunday I'm in love

 ¿Qué te gustaría realmente hacer en la vida?, me preguntaron en una entrevista de trabajo.
Yo respondí: Me gustaría vivir en una habitación con una ventana que diera al ras de la calle. Desde esa ventana me contentaría con mirar a la gente que pasa, observar el fragmento de su vida que discurre ante mis ojos y luego verlos desaparecer.
Por sus caras supe que no era el empleado que estaban buscando.

Cuatro amigos, D. Trueba

lunes, 4 de junio de 2012

Violence.


Ella lo sabía. Lo supo nada más mirarme, como lo saben todo dos almas tan cercanas que son casi una. No dijo nada, me miró a los ojos, y yo casi pude oír el sonido de su corazón al volverse de piedra. Como en los viejos tiempos, cuando no me permitía acercarme por miedo a necesitar a alguien más que ella misma.
Nunca había pensado que esto podría pasarnos a nosotros. O quizá sí. Había tonteado con el momento, peligrosamente, rozando la tentación pero sin dejarme nunca atrapar por ella. Hasta entonces.
La muchacha era pelirroja y tenía unos ojos grandes, verdes, limpios. Estaba nerviosa. Parecía curiosamente inapropiada en aquel bar que yo llevaba años frecuentando, demasiado joven, demasiado pura. La contemplé durante una hora, quizá más, y de repente me invadió una sensación nueva, insoportable. Sentí que mi vida se había esfumado. Que ya todo lo que me esperaba era una longevidad monótona y cansada, justo lo que llevaba toda mi existencia intentando evitar. Casi pude sentir el frío de mis cadenas. La tirantez de mis límites.
 Sus manos temblaban, haciendo tintinear los hielos cuando cogió la copa a la que le invité. Solo durante un instante, antes de abrirle la puerta de nuestro hogar, me pregunté qué estaba haciendo. Qué nos estaba haciendo. Cómo afectaría aquello a nuestro futuro. Pero fue un momento de esos en los que nada importa salvo el presente. En los que uno se dispone a vivir y deja que su futuro yo recoja los pedazos de lo que sea que se rompa después.
No la llevé a nuestra cama. No pude hacerlo. Era demasiado nuestra, demasiado íntima, como para ensuciarla. Fue en el cuarto de invitados. Cuando todo terminó, se quedó mirándome durante unos instantes infinitos, y me besó en los labios, lentamente. Después se vistió y se fue en silencio.
Y a los dos días mi mujer volvió de viaje, y supo al instante que todo había cambiado entre nosotros. No dijo nada. Siguió contándome los pormenores de su viaje, con normalidad. Después tomó una ducha y se puso su camiseta favorita para estar en casa, una enorme, negra, de un grupo de rock al que amaba cuando era joven. La vi desde el salón, sentada en la mesa de la cocina, mirando su Four Roses con hielo como si en él pudiera encontrar la respuesta a todos sus miedos, sus dolores, sus incertidumbres.
Después de un par de copas, se levantó. A la luz tenue y dorada de la lamparilla la miré como si fuera la primera vez que la veía. Las piernas delgadas y suaves, la ropa interior de encaje que tanto le gustaba, desentonando estrepitosamente con la raída camiseta. Los lóbulos de las orejas que yo adoraba mordisquear. Su pelo largo y sedoso. El resto de su cuerpo que mis dedos conocían de memoria. Ella. La miré. Supe que la amaba. Que nunca volvería a amar a nadie de la misma manera, jamás.
Me cogió de la mano y me llevó al dormitorio, e hicimos el amor. Fue intenso. Fue lento, y suave, y precioso, y más triste que nada que haya sentido en mi vida. Jamás nos habíamos amado de esa manera. Nunca volvimos a hacerlo.
Al acabar, apretó su cuerpecillo contra el mío. Estaba temblando. Se acurrucó y yo la abracé como a una niña pequeña y asustada, deseando que mi piel fuera capaz de transmitirle cuánto la quería y cuánto la iba a echar de menos. Tenía la certeza de que a la mañana siguiente despertaría solo.

sábado, 2 de junio de 2012

Society.

¿Quién no ha sentido alguna vez la necesidad de correr, de romper con todo, de huir, de hacerse un ovillo con el solitario deseo de que el tiempo pase? En días me busco, en días me encuentro y en días me suicido. No me he movido pero no estoy donde estaba, quiero saber si soy verdad o si me engaño. A veces camino solo, a veces la soledad me acompaña, a veces me río de mi. A veces la risa soy yo. A veces hablo pero no me escucho, a veces me escucho pero no puedo hablar. A veces me callo, mi conciencia me escupe venenos de a cincuenta céntimos la garrafa. Y todo, todo porque a veces quiero ser yo. Pero a veces me miro y entonces sufro. Sí, sufro. Y mi corazón, hecho papel y lapicero, escribe renglones desesperados. Mis ojos lloran arena. Mi alma huye perseguida por mí mismo. Mi sangre acaricia la esperanza y al tocarla se hace costra. Busco mis manos para protegerme pero son de humo. Un humo podrido, desdentado y yonki. Y todo porque a veces quiero ser yo. Pero a veces me niego. A veces no se quien soy… pero esta noche sí. Esta noche soy el responsable de vuestro silencio y vuestro murmullo. Esta noche soy un puto tarado y vosotros más por escucharme.