jueves, 13 de marzo de 2014

Wind.

Hoy es un día como otro cualquiera, podría ser un jueves o un domingo, y para ella no habría diferencia. Despierta a una hora aleatoria, ni demasiado temprana ni demasiado tardía; no tiene importancia, puesto que no hay nadie esperándole en ningún sitio. Los libros que descansan sobre su mesilla no tienen prisa. Pero al levantarse a subir la persiana algo la paraliza. De repente, se le ocurre que quizá las respuestas estén ahí fuera. Guiada por una suerte de intuición, se pregunta si  el conocimiento que tanto ansía no se encontrará tras las ventanas. Observa los coches que pasan, cargados con personas que no conoce, cuyos objetivos y metas le son absolutamente ajenos, pero que quizá, quizá, puedan proporcionarle, o al menos acercarle, a aquello.

Sus zapatos parecen inseguros al tantear el suelo debido a la falta de costumbre. Se pregunta qué cosas habrán cambiado en el mundo en estos años de ausencia, si lo habrán hecho al mismo ritmo que sus ideas y conocimientos o no. Estudia un mapa de la ciudad, pero al fin decide dejarse llevar y toma el primer autobús que se le cruza.

Ya en el interior, observa con cuidado las personas, tanto dentro como fuera del vehículo, los edificios, el paisaje. Hay una madre abrazando a su niño, con una leve sonrisa. Ella sabe, lo ha leído, que los bebés heredan solo las mitocondrias de la madre. Sabe el porcentaje de incidencia y los síntomas de la depresión postparto. Sabe por qué las madres se dirigen a sus hijos utilizando un tono tan ridículamente agudo. Pero no tiene ni idea, constata, de lo que significa ser madre.

En cierto momento el autobús ralentiza su marcha; han entrado en un atasco. Al lado hay un edificio en construcción. Ella conoce las particularidades del estilo arquitectónico predominante en el s. XXI y las condiciones de vida aproximadas de un obrero.

Precisamente dos de ellos parecen estar discutiendo fuertemente. Los otros se mantienen al margen, hasta que uno de ellos se abalanza sobre el otro, pillándole desprevenido y haciéndole caer al suelo, y empieza a darle puñetazos en la cara.

El autobús arranca. Un poco más adelante hay otros dos obreros de la misma empresa que los anteriores.  Están consultando unos mapas, absolutamente ajenos a la riña en la que están envueltos sus compañeros. Sin parar de hablar, se dirigen hacia ellos.

Entonces se le ocurre que, en ese momento, ella sabe algo sobre el futuro de esas personas desconocidas. En cuestión de minutos, encontrarán a los otros dos hombres ensangrentados. No comprenderán nada. Por mucho que se lo cuenten, nunca conocerán al detalle, exactamente, cómo ha sucedido todo. Y ella sí.
Y si eso se aplica a ellos, evidentemente, puede pasarle a cualquiera. Es posible que cien metros más adelante alguien haya puesto una bomba y tenga en sus manos el destino de todas las personas del autobús. 

Es posible que haya alguien engañando a su pareja, destruyendo su futuro juntos. Es posible que haya un cirujano cometiendo un error, matando a la hija de alguien, al marido de alguien, sin que ellos lo sepan.
Es una clase de poder escalofriantemente común entre las personas.

Baja en la siguiente parada y toma el autobús en sentido contrario. Llega a casa, se desembaraza de los zapatos a patadas, se esconde bajo las mantas y, con un suspiro de alivio, coge un libro.


miércoles, 13 de noviembre de 2013

The farewell

Era un restaurante aceptablemente popular y céntrico, y estaba repleto de gente, como cabría esperar un viernes por la noche. La idea de compartir un tiempo con los suyos, con la esperanza (no del todo inconsciente) de llegar a parecerse a las familias de los anuncios de seguros, la había llevado a proponer con entusiasmo una cena fuera de casa, que fue apoyada finalmente con más resignación que alegría. Y allí estaban, tratando concienzudamente de decidir si el lenguado a la menier les haría más felices que la ternera Strogonoff.
La cena, algo tirante al principio, se había ido animando, y su hijo pequeño estaba compartiendo con ellos los innumerables motivos que hacían de su profesora de matemáticas la peor arpía jamás nacida. Dejó para su marido la tarea de imponer cierta objetividad adulta en la conversación y observó la sala.
Había algo que le habiía llamado la atención. Lo sabía, pero no alcanzaba a entender qué era. Observó cuidadosamente y, tras un rato, se dio cuenta.
En una mesa situada cerca de la suya se encontraban dos adolescentes. Parecían ligeramente fuera de lugar vestidos con vaqueros y sudaderas en un sitio tan fino, pero no era solo eso. Lo que de verdad le había intrigado era que no hablaban.
Tenían la mirada clavada en el rostro del otro, con una expresión de cariño absolutamente incuestionable. De vez en cuando uno de los dos llevaba comida a la boca de su acompañante con su tenedor, y entonces compartían una risa entre tímida y cómplice, pero no intercambiaban una sola palabra.
Curiosa, fingió continuar prestando atención a la conversación que mantenía su propia familia sin quitarles ojo de encima. Y entonces, cuando del lenguado a la menier quedaban las raspas y un temprano recuerdo, ella dijo algo en lenguaje de signos. Y ambos rieron.
De repente el ruido que había a su alrededor le resultó absolutamente insoportable. La conversación que mantenía su familia, vacía y artificial. Sintió que no podía permanecer en ese sitio ni un segundo más.

Sorprendido, su marido cedió ante su insistencia y abandonaron pronto el sitio. Pero al llegar a la puerta sintió que eso no era suficiente. Ahora vuelvo, murmuró, y se acercó a donde estaban los dos chicos. Fingió rebuscar en su bolso, mirando bajo las mesas hasta que llegó a la de ellos. Necesito ser parte de esto, pensó. Necesito que me incluyáis durante un segundo en vuestro mundo silencioso y pleno.
Ellos tardaron en percibir su presencia. El chico se agachó a mirar bajo la mesa con cortesía. Entonces llegó el segundo de gracia. Simulando una sonrisa triunfante, sacó el primer objeto que encontró. Ahora venía el momento en el que ellos, por un momento, compartirían su alegría, y podría ser parte de todo aquello.
Le devolvieron una mirada indiferente.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Skinny love.

Las luces fosforescentes parpadean de una manera que haría palidecer de envidia a los técnicos de una película de terror de bajo presupuesto. El autobús, como siempre a estas horas, se encuentra atestado de gente cansada que vuelve de trabajar, o de estudiar, o de fingir que llevan vidas productivas y llenas de sentido. Suelo pasear la mirada entre ellos, buscando conocidos a los que saludar, o desconocidos con los que entablar una instantánea (y a menudo unidireccional) relación de amor o de odio.

La zona media del autobús queda sumida en una sombra bravucona que los esfuerzos de las débiles bombillitas del techo no logran dispersar. Por eso al principio no me percato, pero luego lo veo.

Es un chico de estatura más bien alta, delgaducho, de cabellos rubios peinados en una cresta. Desde mi sitio no se le ve la cara, pero tengo la certeza, inspirada y repentina, de que sé de quién se trata. Es Daniel, un compañero del instituto al que llevo más de cinco años sin ver. La descripción física coincide. Tiene que ser él.

Cinco años, y Dani sigue haciéndose esa ridícula cresta que llevaba en primero de la ESO. Pero lo encuentro, de pronto, extrañamente esperanzador. Hago una apuesta; yo contra el universo. Si es él, significa que la inmovilidad existe. Que hay ciertas cosas, pequeñas pero importantes, que son capaces de resistir el paso del tiempo sin infectarse, puras, intocables. Típicos tópicos; una sonrisa fugaz e inesperada, el aliento cálido de otra persona contra tus dedos, la broma estúpida y sin gracia que tu mejor amigo repite cada dos por tres desde que teníais diez años.

De repente deseo con una vehemencia absolutamente ridícula que el ocupante del asiento sea el chico que me robaba los bolis en matemáticas.

Y entonces alguien habla, o algo se cae, y yo puedo verle la cara.

Y  el universo suelta una silenciosa risotada de triunfo. 

domingo, 15 de septiembre de 2013

Ghost variations.

Las manos alisaron por enésima vez la falda, mecánicamente, sin que hiciera ninguna falta ni ella tuviera conciencia exacta de que lo estaban haciendo. Se llevó una uña a los labios antes de recordar que la manicura le había costado cuarenta y cinco euros y no era cosa de estropearla tan pronto. Los focos iluminaban el lugar, quizá en exceso. Le habría gustado una luz un poco más baja, que hiciera aquello un poco menos circense. En realidad no importaba. Pero habría sido bonito.
Alguien, a su lado, comentó un tema trillado de actualidad al que ella contestó con una respuesta no menos convencional. Le habría gustado que la etiqueta permitiera llevar un reloj para poder constatar físicamente que el tiempo no estaba pasando.
Paseó la mirada por la sala vagamente. Alguien tocaba un piano en un rincón de la sala. Schumann, le parecía identificar, aunque sus conocimientos en música clásica dejaban bastante que desear. Buscó al pianista. No tardó mucho en encontrarlo. En esa posición lo único que distinguía era el cabello, rubio, los hombros enfundados en el esmoquin de rigor, el movimiento preciso y estético, bailarín, de los dedos. La cabeza se movía, con sentimiento, al compás de la pieza. De pronto comprendió que él no estaba allí. No los veía, no los sentía. Fuera quien fuese, aunque no se estuviera moviendo del asiento, el muchacho danzaba al compás que le dictaban sus propios dedos.
Volvió a pasear la mirada por la sala. Joyas, maquillajes cuyo precio bastaría para alimentar a una familia media una semana, corbatas cuya confección exigía más cuidado del que recibían muchas personas en su vida, charlas insustanciales, intelectualoides, sonrisas falsas. Y en el medio él. Y ella.
Podría levantarme, pensó. Podría barrer la mesa con el brazo, y escuchar cómo suenan las copas de cristal al morir. Podría hacer cantar a los cuchillos contra el suelo. Podría ver estallar en mil pedazos las preciosas escenas grabadas en los platos. Y cuando toda esa riqueza desperdiciada les haga levantar, espantados, y prestar atención, verdadera atención, por primera vez en muchos años, podría gritarles que todos están muertos y que quizá el muchacho y yo también lo estemos pero al menos tenemos alguna intuición de ello. Que la vida les susurra melodías al oído que ellos, cobardes, se esfuerzan en ignorar. Que me dan asco, asco, asco, asco.
Apretó, esta vez conscientemente, los puños en la falda. Y entonces alguien anunció su nombre, y todos se volvieron a mirarla, y el foco la apuntó a ella, directamente a ella. La pantalla se iluminó con el título de su tesis. Se levantó, aplaudieron.
Pálida, algo temblorosa, comenzó a desgranar las maravillas de la literatura del s.XIX.
Durante el resto de la noche sus ojos evitaron el rincón del pianista.

jueves, 13 de junio de 2013

Babylon.

Tu último grito me perforó los tímpanos, pero no con la fuerza suficiente. Después marchaste, dejándome la furia en el estómago y la tristeza en la garganta, o tal vez al revés. Te fuiste y se fueron contigo las trampas que hacíamos cuando jugábamos al escondite con el tiempo, y la costumbre de salvar nuestro mundo todos los días por la mañana.
Y aunque gritamos hasta dejarnos la garganta y las ganas, el sonido de tus suelas en el asfalto supo hablar más que tú de despedida.

viernes, 17 de mayo de 2013

¿Sabes?

Quizá lo que todos queremos es alguien que nos abrace fuerte y comparta con nosotros, en silencio, el vértigo de saber que no hay nada, en el fondo. Que todo lo que tenemos por importante es absolutamente ficticio, que somos el producto de uno y otro y miles de condicionamientos, que tus planes vitales no son más que los vanos intentos de una hormiga por dirigir la enorme industria del existir.
Y que, después de eso, se ría fuerte, fuerte, y nos bese en la boca, con fiereza.

miércoles, 8 de mayo de 2013

Sleep



Las luces del plató se apagaron con un chasquido melodramático. Se colocó en el centro, a oscuras, y respiró el silencio. Y soñó. Soñó con una fama que ni sus genes ni sus habilidades  habían sido capaces de brindarle. Fantaseó con chicas guapas, con coches caros. Con poder mirarse al espejo por las mañanas.
Sus labios entonaron en el camino hacia el tren alguna melodía que su memoria consciente no acaba de ubicar. Jazz, probablemente. Su leche y su música fueron los dos grandes regalos que su madre le hizo al llegar al mundo.  Le compró su primer saxofón a una edad indecentemente temprana, y él quiso satisfacerla, lo ansió con toda su alma.

Las puertas del metro se cerraron detrás de él y tomó asiento, paseando una mirada distraída por entre los demás viajeros y preguntándose vagamente por qué esa mujer le resultaba familiar.
 Los  años fueron demostrándole que carecía de talento. Pero ella seguía repitiéndole, con cariño y una fe casi dolorosos, que sería el próximo John Coltrane. Y él se soñó John Coltrane hasta que un día se dio cuenta de que no iba a serlo nunca, de que las ilusiones de su madre eran vanas y desorbitadas, y las suyas aún peores, por resignadas y conformistas.

De repente su mente hizo la conexión. La mujer de pelo moreno era su ex novia del instituto. Tenía veinte años y kilos más, pero no cabía duda de que era ella. Miraba al infinito con expresión exhausta. Su primer impulso fue ir a saludarla, pero después decidió aprovechar esta exquisita ocasión para observar sin ser visto. Su dedo estaba decorado con una alianza dorada, muy a juego con las bolsas oscuras que circundaban sus ojos. Apostó consigo mismo la existencia de dos hijos, como mínimo. Su cintura estaba ensanchada, muy distinta de la cinturita de avispa que sus manos habían acariciado miles de veces, hacía tanto tiempo ya que tuvo que recurrir a toda su fe para creerlo.

Se fijó en la camiseta de ella. Mostraba una fotografía de una chica joven, con los brazos llenos de tatuajes, un montón de piercings y expresión sensual. Sin duda, se le ocurrió, era un símbolo de libertad. Seguro que su antigua amada quería ser así. Su camiseta era el icono de todo lo que ella quería lograr en la vida. Pensó, de nuevo, en acercarse a saludar, pero ¿qué le iba a decir? ¿Que había abandonado el saxofón por la escoba? ¿Que nunca llegó a ser nada más que un conserje? ¿Que sus giras mundiales se vieron reducidas a paseos a la panadería de la esquina?

Repentinamente un detalle llamó su atención. La chica de la camiseta llevaba unas mangas que simulaban ser piel tatuada. No eran de verdad.

El icono de libertad, pensó, había resultado ser una farsa. Qué irónico. Y qué adecuado. Pensó en decírselo. Saboreó la absurda posibilidad de destruir la vida de otra persona, la sensación de tenerla en sus manos.

Después se bajó del tren. Y cuando oyó el definitivo ruido de las puertas al cerrarse detrás de él, supo, de alguna manera, que al salvarla también se había salvado un poquito a sí mismo.