miércoles, 13 de noviembre de 2013

The farewell

Era un restaurante aceptablemente popular y céntrico, y estaba repleto de gente, como cabría esperar un viernes por la noche. La idea de compartir un tiempo con los suyos, con la esperanza (no del todo inconsciente) de llegar a parecerse a las familias de los anuncios de seguros, la había llevado a proponer con entusiasmo una cena fuera de casa, que fue apoyada finalmente con más resignación que alegría. Y allí estaban, tratando concienzudamente de decidir si el lenguado a la menier les haría más felices que la ternera Strogonoff.
La cena, algo tirante al principio, se había ido animando, y su hijo pequeño estaba compartiendo con ellos los innumerables motivos que hacían de su profesora de matemáticas la peor arpía jamás nacida. Dejó para su marido la tarea de imponer cierta objetividad adulta en la conversación y observó la sala.
Había algo que le habiía llamado la atención. Lo sabía, pero no alcanzaba a entender qué era. Observó cuidadosamente y, tras un rato, se dio cuenta.
En una mesa situada cerca de la suya se encontraban dos adolescentes. Parecían ligeramente fuera de lugar vestidos con vaqueros y sudaderas en un sitio tan fino, pero no era solo eso. Lo que de verdad le había intrigado era que no hablaban.
Tenían la mirada clavada en el rostro del otro, con una expresión de cariño absolutamente incuestionable. De vez en cuando uno de los dos llevaba comida a la boca de su acompañante con su tenedor, y entonces compartían una risa entre tímida y cómplice, pero no intercambiaban una sola palabra.
Curiosa, fingió continuar prestando atención a la conversación que mantenía su propia familia sin quitarles ojo de encima. Y entonces, cuando del lenguado a la menier quedaban las raspas y un temprano recuerdo, ella dijo algo en lenguaje de signos. Y ambos rieron.
De repente el ruido que había a su alrededor le resultó absolutamente insoportable. La conversación que mantenía su familia, vacía y artificial. Sintió que no podía permanecer en ese sitio ni un segundo más.

Sorprendido, su marido cedió ante su insistencia y abandonaron pronto el sitio. Pero al llegar a la puerta sintió que eso no era suficiente. Ahora vuelvo, murmuró, y se acercó a donde estaban los dos chicos. Fingió rebuscar en su bolso, mirando bajo las mesas hasta que llegó a la de ellos. Necesito ser parte de esto, pensó. Necesito que me incluyáis durante un segundo en vuestro mundo silencioso y pleno.
Ellos tardaron en percibir su presencia. El chico se agachó a mirar bajo la mesa con cortesía. Entonces llegó el segundo de gracia. Simulando una sonrisa triunfante, sacó el primer objeto que encontró. Ahora venía el momento en el que ellos, por un momento, compartirían su alegría, y podría ser parte de todo aquello.
Le devolvieron una mirada indiferente.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Skinny love.

Las luces fosforescentes parpadean de una manera que haría palidecer de envidia a los técnicos de una película de terror de bajo presupuesto. El autobús, como siempre a estas horas, se encuentra atestado de gente cansada que vuelve de trabajar, o de estudiar, o de fingir que llevan vidas productivas y llenas de sentido. Suelo pasear la mirada entre ellos, buscando conocidos a los que saludar, o desconocidos con los que entablar una instantánea (y a menudo unidireccional) relación de amor o de odio.

La zona media del autobús queda sumida en una sombra bravucona que los esfuerzos de las débiles bombillitas del techo no logran dispersar. Por eso al principio no me percato, pero luego lo veo.

Es un chico de estatura más bien alta, delgaducho, de cabellos rubios peinados en una cresta. Desde mi sitio no se le ve la cara, pero tengo la certeza, inspirada y repentina, de que sé de quién se trata. Es Daniel, un compañero del instituto al que llevo más de cinco años sin ver. La descripción física coincide. Tiene que ser él.

Cinco años, y Dani sigue haciéndose esa ridícula cresta que llevaba en primero de la ESO. Pero lo encuentro, de pronto, extrañamente esperanzador. Hago una apuesta; yo contra el universo. Si es él, significa que la inmovilidad existe. Que hay ciertas cosas, pequeñas pero importantes, que son capaces de resistir el paso del tiempo sin infectarse, puras, intocables. Típicos tópicos; una sonrisa fugaz e inesperada, el aliento cálido de otra persona contra tus dedos, la broma estúpida y sin gracia que tu mejor amigo repite cada dos por tres desde que teníais diez años.

De repente deseo con una vehemencia absolutamente ridícula que el ocupante del asiento sea el chico que me robaba los bolis en matemáticas.

Y entonces alguien habla, o algo se cae, y yo puedo verle la cara.

Y  el universo suelta una silenciosa risotada de triunfo. 

domingo, 15 de septiembre de 2013

Ghost variations.

Las manos alisaron por enésima vez la falda, mecánicamente, sin que hiciera ninguna falta ni ella tuviera conciencia exacta de que lo estaban haciendo. Se llevó una uña a los labios antes de recordar que la manicura le había costado cuarenta y cinco euros y no era cosa de estropearla tan pronto. Los focos iluminaban el lugar, quizá en exceso. Le habría gustado una luz un poco más baja, que hiciera aquello un poco menos circense. En realidad no importaba. Pero habría sido bonito.
Alguien, a su lado, comentó un tema trillado de actualidad al que ella contestó con una respuesta no menos convencional. Le habría gustado que la etiqueta permitiera llevar un reloj para poder constatar físicamente que el tiempo no estaba pasando.
Paseó la mirada por la sala vagamente. Alguien tocaba un piano en un rincón de la sala. Schumann, le parecía identificar, aunque sus conocimientos en música clásica dejaban bastante que desear. Buscó al pianista. No tardó mucho en encontrarlo. En esa posición lo único que distinguía era el cabello, rubio, los hombros enfundados en el esmoquin de rigor, el movimiento preciso y estético, bailarín, de los dedos. La cabeza se movía, con sentimiento, al compás de la pieza. De pronto comprendió que él no estaba allí. No los veía, no los sentía. Fuera quien fuese, aunque no se estuviera moviendo del asiento, el muchacho danzaba al compás que le dictaban sus propios dedos.
Volvió a pasear la mirada por la sala. Joyas, maquillajes cuyo precio bastaría para alimentar a una familia media una semana, corbatas cuya confección exigía más cuidado del que recibían muchas personas en su vida, charlas insustanciales, intelectualoides, sonrisas falsas. Y en el medio él. Y ella.
Podría levantarme, pensó. Podría barrer la mesa con el brazo, y escuchar cómo suenan las copas de cristal al morir. Podría hacer cantar a los cuchillos contra el suelo. Podría ver estallar en mil pedazos las preciosas escenas grabadas en los platos. Y cuando toda esa riqueza desperdiciada les haga levantar, espantados, y prestar atención, verdadera atención, por primera vez en muchos años, podría gritarles que todos están muertos y que quizá el muchacho y yo también lo estemos pero al menos tenemos alguna intuición de ello. Que la vida les susurra melodías al oído que ellos, cobardes, se esfuerzan en ignorar. Que me dan asco, asco, asco, asco.
Apretó, esta vez conscientemente, los puños en la falda. Y entonces alguien anunció su nombre, y todos se volvieron a mirarla, y el foco la apuntó a ella, directamente a ella. La pantalla se iluminó con el título de su tesis. Se levantó, aplaudieron.
Pálida, algo temblorosa, comenzó a desgranar las maravillas de la literatura del s.XIX.
Durante el resto de la noche sus ojos evitaron el rincón del pianista.

jueves, 13 de junio de 2013

Babylon.

Tu último grito me perforó los tímpanos, pero no con la fuerza suficiente. Después marchaste, dejándome la furia en el estómago y la tristeza en la garganta, o tal vez al revés. Te fuiste y se fueron contigo las trampas que hacíamos cuando jugábamos al escondite con el tiempo, y la costumbre de salvar nuestro mundo todos los días por la mañana.
Y aunque gritamos hasta dejarnos la garganta y las ganas, el sonido de tus suelas en el asfalto supo hablar más que tú de despedida.

viernes, 17 de mayo de 2013

¿Sabes?

Quizá lo que todos queremos es alguien que nos abrace fuerte y comparta con nosotros, en silencio, el vértigo de saber que no hay nada, en el fondo. Que todo lo que tenemos por importante es absolutamente ficticio, que somos el producto de uno y otro y miles de condicionamientos, que tus planes vitales no son más que los vanos intentos de una hormiga por dirigir la enorme industria del existir.
Y que, después de eso, se ría fuerte, fuerte, y nos bese en la boca, con fiereza.

miércoles, 8 de mayo de 2013

Sleep



Las luces del plató se apagaron con un chasquido melodramático. Se colocó en el centro, a oscuras, y respiró el silencio. Y soñó. Soñó con una fama que ni sus genes ni sus habilidades  habían sido capaces de brindarle. Fantaseó con chicas guapas, con coches caros. Con poder mirarse al espejo por las mañanas.
Sus labios entonaron en el camino hacia el tren alguna melodía que su memoria consciente no acaba de ubicar. Jazz, probablemente. Su leche y su música fueron los dos grandes regalos que su madre le hizo al llegar al mundo.  Le compró su primer saxofón a una edad indecentemente temprana, y él quiso satisfacerla, lo ansió con toda su alma.

Las puertas del metro se cerraron detrás de él y tomó asiento, paseando una mirada distraída por entre los demás viajeros y preguntándose vagamente por qué esa mujer le resultaba familiar.
 Los  años fueron demostrándole que carecía de talento. Pero ella seguía repitiéndole, con cariño y una fe casi dolorosos, que sería el próximo John Coltrane. Y él se soñó John Coltrane hasta que un día se dio cuenta de que no iba a serlo nunca, de que las ilusiones de su madre eran vanas y desorbitadas, y las suyas aún peores, por resignadas y conformistas.

De repente su mente hizo la conexión. La mujer de pelo moreno era su ex novia del instituto. Tenía veinte años y kilos más, pero no cabía duda de que era ella. Miraba al infinito con expresión exhausta. Su primer impulso fue ir a saludarla, pero después decidió aprovechar esta exquisita ocasión para observar sin ser visto. Su dedo estaba decorado con una alianza dorada, muy a juego con las bolsas oscuras que circundaban sus ojos. Apostó consigo mismo la existencia de dos hijos, como mínimo. Su cintura estaba ensanchada, muy distinta de la cinturita de avispa que sus manos habían acariciado miles de veces, hacía tanto tiempo ya que tuvo que recurrir a toda su fe para creerlo.

Se fijó en la camiseta de ella. Mostraba una fotografía de una chica joven, con los brazos llenos de tatuajes, un montón de piercings y expresión sensual. Sin duda, se le ocurrió, era un símbolo de libertad. Seguro que su antigua amada quería ser así. Su camiseta era el icono de todo lo que ella quería lograr en la vida. Pensó, de nuevo, en acercarse a saludar, pero ¿qué le iba a decir? ¿Que había abandonado el saxofón por la escoba? ¿Que nunca llegó a ser nada más que un conserje? ¿Que sus giras mundiales se vieron reducidas a paseos a la panadería de la esquina?

Repentinamente un detalle llamó su atención. La chica de la camiseta llevaba unas mangas que simulaban ser piel tatuada. No eran de verdad.

El icono de libertad, pensó, había resultado ser una farsa. Qué irónico. Y qué adecuado. Pensó en decírselo. Saboreó la absurda posibilidad de destruir la vida de otra persona, la sensación de tenerla en sus manos.

Después se bajó del tren. Y cuando oyó el definitivo ruido de las puertas al cerrarse detrás de él, supo, de alguna manera, que al salvarla también se había salvado un poquito a sí mismo.

viernes, 26 de abril de 2013

Drugs.



Un día, se despertó con la capacidad de ver la Verdad.

Empezó sutilmente, en una conversación con un conocido cualquiera. Algo dentro de él sabía, inexplicablemente, que esa persona no era absolutamente sincera cuando le decía que estaba enamoradísima de su nueva pareja. Era, pensó, como si su voz desafinara levemente, como si no acabara de encajar. Perplejo, decidió no darle importancia.

Pero a lo largo del día las cosas no mejoraron. Las palomitas del cine estaban hechas de plástico. No quiso reflexionar sobre los helados del McDonalds. La cocacola le fascinó. Lo peor, sin embargo, eran las personas.

Vio parejas que sólo se soportaban por la fuerza de la costumbre. Padres que deseaban ardientemente haberse puesto un preservativo aquella noche fatal. Niños, aún puros, aún inocentes, desgastando la infancia cada vez más deprisa, y su homólogo futuro, los adultos, desencantados e hipócritas. Vio personas absolutamente normales que soñaban con las atrocidades más terribles. También existía el amor, pero era un amor falso, prefabricado, basado en premisas mercantiles. En tener y no en ser. Era un amor comercial.

No quiso ver a su novia, familia o amigos. No habría podido soportarlo. Se refugió en su casa. Puso la tele. Y no tardó más de tres minutos en lanzarla por la ventana, enloquecido. Vagó como alma en pena, horrorizado, irracional, incapaz de pensar, de sustraerse a ese inmenso asco que parecía haberse apoderado de él, sin dejarle recobrar el aliento.

Su mirada tropezó con el acuario en el que vivían sus cinco pececitos. No pasó nada.

Casi sin atreverse a creerlo, se acercó más, esperando la náusea. No llegó.

Se sentó delante de ellos. Eran hermosos. Eran sinceros, eran simples.

Unos meses después, los doctores le diagnosticaron zoofilia.

miércoles, 24 de abril de 2013

Héroes.



Termina de abrocharse el uniforme y se mira al espejo de los vestuarios antes de salir a cumplir su jornada. Ese uniforme define lo que es. Su cuerpo, su lugar en la sociedad, su mente, su sistema moral. Todo puede resumirse en unos pocos metros de tela azul, en una armadura negra. En el casco y en la porra, también.
Tiene que haber alguien que mantenga el orden. En un mundo tan caótico como este, las leyes deben ser hechas, y alguien tiene que hacer que se cumplan. Ese es su papel. Es sencillo. Es satisfactorio. Se acuesta todas las noches con la conciencia tranquila. Sabiendo que, por duro que sea, está construyendo un mundo mejor para sus hijos.

Piensa que aprendió a ver el mundo tal y como es demasiado pronto, y no hay demasiada gente que se atreva a mirarle los ojos y quitarle la razón. Criado en un barrio donde lo único que tenían para comer a menudo era su orgullo, sus sueños e ilusiones infantiles no pudieron prolongarse más allá de los trece años. En su instituto, en otras zonas de la ciudad, los niños no le entendían. Y él, lo supo pronto, quería despertarlos. Hacerles ver. Eran marionetas en manos de un enorme sistema al que no le importaban sus vidas sino su dinero, y sus amigos seguían creyendo que eran libres, que eran felices. Así que desde muy pronto decidió estudiar periodismo, para poder luchar por la libertad a golpe de pluma y papel.

Sonríe a los periodistas que la persiguen por la calle. Sabe que sus dientes son blancos como los de un anuncio de dentífrico, que el pelo le quedó perfecto ayer tras una sesión de peluquería. Lleva un traje de chaqueta sobrio pero elegante. Tiene que dar imagen de  fortaleza, pero también de corrección, de inteligencia. Su trabajo no es fácil. A raíz de la crisis económica, el país está revolucionado. Y qué esperan que haga ella. El mundo se rige por la ley de la selva y ha sido capaz de labrarse un futuro con sus propias manos, lo que la coloca en el bando de los fuertes. Mañana hay otra manifestación de protesta. Gritarán su nombre, insultándola, pidiendo. Pero sabe, con certeza, que si alguno de los muertos de hambre que berrean en la calle tuviera las agallas de llegar donde está ella, harían lo mismo.

Las cosas están siendo difíciles últimamente. La gente está empezando a violentarse. A veces siente cómo una chispa de duda cruza su mente. Quizá tengan razón. Quizá las medidas que está tomando el Gobierno sean demasiado extremas. Pero no le pagan por cuestionarse cosas, sino por obedecer órdenes. Además, si cada uno pudiera imponer su ley a voluntad, el mundo sería un caos. Él y todos sus hermanos, sus compañeros de cuerpo, son los agentes del Orden. Y es lo más cercano que hubiera podido llegar a ser de los superhéroes con los que soñaba en su infancia.
Cuando les dan la señal, cierran filas y se preparan para cargar.

Las bibliotecas públicas fueron su segundo hogar. Marx, Bakunin, Berkman, le hablaron pronto de revolución, de lucha, de cambio. Mientras sus amigos de la infancia caían en la droga, él se dejaba los codos estudiando. Comenzó a militar en organizaciones antifascistas. Entró en la facultad con nota, y enseguida demostró una gran capacidad literaria y una enorme habilidad para el debate. Pero ahora, cuando tiene que entrar en tercero, las tasas universitarias se han disparado. Y él no puede permitirse pagarlas. Tampoco le han dado la beca.
A los veinte años, lo único que le queda es un cóctel molotov en el fondo de la mochila.

Se estira, sale de su despacho y se dirige al salón. Hay un gran número de efectivos en la manifestación. Hombres íntegros, fieles, honestos, dispuestos a controlar a la marabunta, a pelear por sus ideales. Han traído policías de todo el país. No le gusta seguir las manifestaciones por la televisión. Prefiere relajarse y esperar el informe que le enviarán sus subordinados.

 Los chicos de la primera línea son jóvenes, tienen la furia y las ansias de luchar grabados a fuego en los ojos. La adrenalina le recorre, le hace sentirse vivo. Una chica cae bajo su porra. Hay un hombre sangrando en el suelo, no sabe si por él o por alguno de sus compañeros. Tampoco importa. Ahora, todos son uno. Son una familia. Más que eso, un solo ser. Vislumbra cerca un chico flacucho que tiene una mochila y parece ir a sacar algo de ella.

Le tiemblan las manos, pero ha tomado una decisión. Nadie va a concederles un mundo mejor sólo con pedirlo por favor. La lucha es necesaria. Y alguien tiene que empezar.
 En un único y rápido movimiento, saca la botella de un tirón de la mochila, la enciende.
Y se tira de cabeza en medio del escuadrón de la policía.

Se tumba en el sofá, escucha la Sinfonía número tres de Brahms y, sonriente, bebe un sorbo de champán.

martes, 23 de abril de 2013

Adam Peterson

La voz irritada del jefe perfora sus tímpanos y él intenta fingir que escucha, aunque su atención se concentra en el reloj que pende encima de la calva cabeza del hombre que le paga por su tiempo y su dignidad. Hace veinte minutos que tendría que haber salido. Suspira, casi imperceptiblemente.

Cuando por fin consigue salir del despacho ya son más de las siete. No debería haber salido tan tarde. No debería estar trabajando allí, para empezar.

¿Era un fracasado antes de que ella lo dejara? Probablemente sí. Aceptó ese empleo para poder cuidar de su mujer y de su hija, y su matrimonio no duró más de cinco años. Él, por otro lado, no se vio capaz de abandonarlo para buscar algo más acorde a sus capacidades. Ya lo haré mañana, se decía todos los días. Y allí seguía, con cuarenta y pico años, bolsas bajo los ojos y una barriga más que incipiente.

Emite otro suspiro de cansancio cuando llega a casa. Su ex mujer murió hace tres meses a causa de una enfermedad que no supieron diagnosticarle a tiempo. La hija de ambos, adolescente, vino a vivir con él. Y desde entonces todo el orden de su piso se transforma, apenas en un segundo, en caos.
Se quita la chaqueta del traje y comienza a recoger. Los libros siguen un riguroso orden alfabético dentro de su colocación por tamaños. Las sábanas han de ser ordenadas según su tonalidad cromática. Cuántas veces le ha dicho que use posavasos. Que vacíe el cenicero tras usarlo. ¿Y el mando? No lo encuentra. La maldita cría ha manchado su precioso sofá de color crema con algo que no logra identificar, probablemente salsa barbacoa. Huele a marihuana. Sus discos compactos están desparramados por todo el suelo.

Si esto fuera una película, la chica y él encontrarían una afinidad inesperada en algo sorprendente, como el béisbol o las películas de los años sesenta, y entonces todo comenzaría a ir bien. Él encontraría un trabajo que le hiciera feliz y desayunarían tortitas los domingos por la mañana.

Pero su hija, con la cual dudaría el parentesco si no fuera porque sus ojos y nariz son iguales a los de él, es el ser más superficial y molesto de la tierra. No le interesan los libros, jamás ha cogido uno, y se burla de su música, de su trabajo. De él. Crea el desorden sólo para molestarle. Y si pud...
El hilo de sus pensamientos se detiene al llegar al baño. Hay un tampón usado en el inodoro. Ha sido depositado allí hace algunas horas. La sangre, roja, brillante, contrasta vivamente con el blanco de la porcelana.

Vuelve al sofá, despacio. Se sienta. No enciende la televisión. Simplemente se sienta, y espera.

Cuando la niña regresa, dos horas y media más tarde de su hora límite, se dirige hacia ella. La abraza. Ella se pone rígida, intenta resistirse.

El cenicero de mármol impacta en su cabeza y le arranca un grito. Él continúa golpeándola metódicamente, sin expresión, mientras la sangre y los pedacitos de hueso y masa cerebral se desparraman por todos los lados. La sorpresa, el miedo, el dolor, que percibe en la mirada de ella antes de que se apague por completo, no le conmueven en absoluto. Está lejos. Nada puede tocarlo. Es libre.

Finalmente suelta el cenicero, se sienta en el sofá de color crema, ahora manchado con la sangre de su sangre, y se afloja la corbata con un tercer suspiro de cansancio.

Va a tener que limpiar mucho.

jueves, 18 de abril de 2013

Winter



Ella se levanta y, desnuda, se apoya en la ventana para fumar un cigarro mientras mira la vida pasar por delante de la ventana. 

A mi vez, yo la observo. Su cuerpo es una bendición estética. La luz del sol recorre sus caderas, besa su piel,  con más dulzura de la que yo podré darle nunca. Y mientras la miro, pienso que quizá esto sea todo. Sé bien que mañana, o pasado, o dentro de un año, me despertaré y su lado de la cama estará vacío, aunque ella siga durmiendo en él. Que la miraré a los ojos y solo encontraré decepción. Soy consciente de que esto no es real. De que no es más que la mezcla de pautas sociales, necesidad física y una absurda búsqueda de idealizaciones inexistentes. Sé que no tiene sentido. No más, por lo menos, de lo que lo tienen el resto de las cosas.

Pero quizá esto sea todo. Mirar el sol danzar por su cuerpo, el humo del cigarrillo invadir suavemente su boca. Observar sus ojos ausentes, perdidos quién sabe dónde. Quizá con esto baste.

Por ahora.