viernes, 26 de abril de 2013

Drugs.



Un día, se despertó con la capacidad de ver la Verdad.

Empezó sutilmente, en una conversación con un conocido cualquiera. Algo dentro de él sabía, inexplicablemente, que esa persona no era absolutamente sincera cuando le decía que estaba enamoradísima de su nueva pareja. Era, pensó, como si su voz desafinara levemente, como si no acabara de encajar. Perplejo, decidió no darle importancia.

Pero a lo largo del día las cosas no mejoraron. Las palomitas del cine estaban hechas de plástico. No quiso reflexionar sobre los helados del McDonalds. La cocacola le fascinó. Lo peor, sin embargo, eran las personas.

Vio parejas que sólo se soportaban por la fuerza de la costumbre. Padres que deseaban ardientemente haberse puesto un preservativo aquella noche fatal. Niños, aún puros, aún inocentes, desgastando la infancia cada vez más deprisa, y su homólogo futuro, los adultos, desencantados e hipócritas. Vio personas absolutamente normales que soñaban con las atrocidades más terribles. También existía el amor, pero era un amor falso, prefabricado, basado en premisas mercantiles. En tener y no en ser. Era un amor comercial.

No quiso ver a su novia, familia o amigos. No habría podido soportarlo. Se refugió en su casa. Puso la tele. Y no tardó más de tres minutos en lanzarla por la ventana, enloquecido. Vagó como alma en pena, horrorizado, irracional, incapaz de pensar, de sustraerse a ese inmenso asco que parecía haberse apoderado de él, sin dejarle recobrar el aliento.

Su mirada tropezó con el acuario en el que vivían sus cinco pececitos. No pasó nada.

Casi sin atreverse a creerlo, se acercó más, esperando la náusea. No llegó.

Se sentó delante de ellos. Eran hermosos. Eran sinceros, eran simples.

Unos meses después, los doctores le diagnosticaron zoofilia.

miércoles, 24 de abril de 2013

Héroes.



Termina de abrocharse el uniforme y se mira al espejo de los vestuarios antes de salir a cumplir su jornada. Ese uniforme define lo que es. Su cuerpo, su lugar en la sociedad, su mente, su sistema moral. Todo puede resumirse en unos pocos metros de tela azul, en una armadura negra. En el casco y en la porra, también.
Tiene que haber alguien que mantenga el orden. En un mundo tan caótico como este, las leyes deben ser hechas, y alguien tiene que hacer que se cumplan. Ese es su papel. Es sencillo. Es satisfactorio. Se acuesta todas las noches con la conciencia tranquila. Sabiendo que, por duro que sea, está construyendo un mundo mejor para sus hijos.

Piensa que aprendió a ver el mundo tal y como es demasiado pronto, y no hay demasiada gente que se atreva a mirarle los ojos y quitarle la razón. Criado en un barrio donde lo único que tenían para comer a menudo era su orgullo, sus sueños e ilusiones infantiles no pudieron prolongarse más allá de los trece años. En su instituto, en otras zonas de la ciudad, los niños no le entendían. Y él, lo supo pronto, quería despertarlos. Hacerles ver. Eran marionetas en manos de un enorme sistema al que no le importaban sus vidas sino su dinero, y sus amigos seguían creyendo que eran libres, que eran felices. Así que desde muy pronto decidió estudiar periodismo, para poder luchar por la libertad a golpe de pluma y papel.

Sonríe a los periodistas que la persiguen por la calle. Sabe que sus dientes son blancos como los de un anuncio de dentífrico, que el pelo le quedó perfecto ayer tras una sesión de peluquería. Lleva un traje de chaqueta sobrio pero elegante. Tiene que dar imagen de  fortaleza, pero también de corrección, de inteligencia. Su trabajo no es fácil. A raíz de la crisis económica, el país está revolucionado. Y qué esperan que haga ella. El mundo se rige por la ley de la selva y ha sido capaz de labrarse un futuro con sus propias manos, lo que la coloca en el bando de los fuertes. Mañana hay otra manifestación de protesta. Gritarán su nombre, insultándola, pidiendo. Pero sabe, con certeza, que si alguno de los muertos de hambre que berrean en la calle tuviera las agallas de llegar donde está ella, harían lo mismo.

Las cosas están siendo difíciles últimamente. La gente está empezando a violentarse. A veces siente cómo una chispa de duda cruza su mente. Quizá tengan razón. Quizá las medidas que está tomando el Gobierno sean demasiado extremas. Pero no le pagan por cuestionarse cosas, sino por obedecer órdenes. Además, si cada uno pudiera imponer su ley a voluntad, el mundo sería un caos. Él y todos sus hermanos, sus compañeros de cuerpo, son los agentes del Orden. Y es lo más cercano que hubiera podido llegar a ser de los superhéroes con los que soñaba en su infancia.
Cuando les dan la señal, cierran filas y se preparan para cargar.

Las bibliotecas públicas fueron su segundo hogar. Marx, Bakunin, Berkman, le hablaron pronto de revolución, de lucha, de cambio. Mientras sus amigos de la infancia caían en la droga, él se dejaba los codos estudiando. Comenzó a militar en organizaciones antifascistas. Entró en la facultad con nota, y enseguida demostró una gran capacidad literaria y una enorme habilidad para el debate. Pero ahora, cuando tiene que entrar en tercero, las tasas universitarias se han disparado. Y él no puede permitirse pagarlas. Tampoco le han dado la beca.
A los veinte años, lo único que le queda es un cóctel molotov en el fondo de la mochila.

Se estira, sale de su despacho y se dirige al salón. Hay un gran número de efectivos en la manifestación. Hombres íntegros, fieles, honestos, dispuestos a controlar a la marabunta, a pelear por sus ideales. Han traído policías de todo el país. No le gusta seguir las manifestaciones por la televisión. Prefiere relajarse y esperar el informe que le enviarán sus subordinados.

 Los chicos de la primera línea son jóvenes, tienen la furia y las ansias de luchar grabados a fuego en los ojos. La adrenalina le recorre, le hace sentirse vivo. Una chica cae bajo su porra. Hay un hombre sangrando en el suelo, no sabe si por él o por alguno de sus compañeros. Tampoco importa. Ahora, todos son uno. Son una familia. Más que eso, un solo ser. Vislumbra cerca un chico flacucho que tiene una mochila y parece ir a sacar algo de ella.

Le tiemblan las manos, pero ha tomado una decisión. Nadie va a concederles un mundo mejor sólo con pedirlo por favor. La lucha es necesaria. Y alguien tiene que empezar.
 En un único y rápido movimiento, saca la botella de un tirón de la mochila, la enciende.
Y se tira de cabeza en medio del escuadrón de la policía.

Se tumba en el sofá, escucha la Sinfonía número tres de Brahms y, sonriente, bebe un sorbo de champán.

martes, 23 de abril de 2013

Adam Peterson

La voz irritada del jefe perfora sus tímpanos y él intenta fingir que escucha, aunque su atención se concentra en el reloj que pende encima de la calva cabeza del hombre que le paga por su tiempo y su dignidad. Hace veinte minutos que tendría que haber salido. Suspira, casi imperceptiblemente.

Cuando por fin consigue salir del despacho ya son más de las siete. No debería haber salido tan tarde. No debería estar trabajando allí, para empezar.

¿Era un fracasado antes de que ella lo dejara? Probablemente sí. Aceptó ese empleo para poder cuidar de su mujer y de su hija, y su matrimonio no duró más de cinco años. Él, por otro lado, no se vio capaz de abandonarlo para buscar algo más acorde a sus capacidades. Ya lo haré mañana, se decía todos los días. Y allí seguía, con cuarenta y pico años, bolsas bajo los ojos y una barriga más que incipiente.

Emite otro suspiro de cansancio cuando llega a casa. Su ex mujer murió hace tres meses a causa de una enfermedad que no supieron diagnosticarle a tiempo. La hija de ambos, adolescente, vino a vivir con él. Y desde entonces todo el orden de su piso se transforma, apenas en un segundo, en caos.
Se quita la chaqueta del traje y comienza a recoger. Los libros siguen un riguroso orden alfabético dentro de su colocación por tamaños. Las sábanas han de ser ordenadas según su tonalidad cromática. Cuántas veces le ha dicho que use posavasos. Que vacíe el cenicero tras usarlo. ¿Y el mando? No lo encuentra. La maldita cría ha manchado su precioso sofá de color crema con algo que no logra identificar, probablemente salsa barbacoa. Huele a marihuana. Sus discos compactos están desparramados por todo el suelo.

Si esto fuera una película, la chica y él encontrarían una afinidad inesperada en algo sorprendente, como el béisbol o las películas de los años sesenta, y entonces todo comenzaría a ir bien. Él encontraría un trabajo que le hiciera feliz y desayunarían tortitas los domingos por la mañana.

Pero su hija, con la cual dudaría el parentesco si no fuera porque sus ojos y nariz son iguales a los de él, es el ser más superficial y molesto de la tierra. No le interesan los libros, jamás ha cogido uno, y se burla de su música, de su trabajo. De él. Crea el desorden sólo para molestarle. Y si pud...
El hilo de sus pensamientos se detiene al llegar al baño. Hay un tampón usado en el inodoro. Ha sido depositado allí hace algunas horas. La sangre, roja, brillante, contrasta vivamente con el blanco de la porcelana.

Vuelve al sofá, despacio. Se sienta. No enciende la televisión. Simplemente se sienta, y espera.

Cuando la niña regresa, dos horas y media más tarde de su hora límite, se dirige hacia ella. La abraza. Ella se pone rígida, intenta resistirse.

El cenicero de mármol impacta en su cabeza y le arranca un grito. Él continúa golpeándola metódicamente, sin expresión, mientras la sangre y los pedacitos de hueso y masa cerebral se desparraman por todos los lados. La sorpresa, el miedo, el dolor, que percibe en la mirada de ella antes de que se apague por completo, no le conmueven en absoluto. Está lejos. Nada puede tocarlo. Es libre.

Finalmente suelta el cenicero, se sienta en el sofá de color crema, ahora manchado con la sangre de su sangre, y se afloja la corbata con un tercer suspiro de cansancio.

Va a tener que limpiar mucho.

jueves, 18 de abril de 2013

Winter



Ella se levanta y, desnuda, se apoya en la ventana para fumar un cigarro mientras mira la vida pasar por delante de la ventana. 

A mi vez, yo la observo. Su cuerpo es una bendición estética. La luz del sol recorre sus caderas, besa su piel,  con más dulzura de la que yo podré darle nunca. Y mientras la miro, pienso que quizá esto sea todo. Sé bien que mañana, o pasado, o dentro de un año, me despertaré y su lado de la cama estará vacío, aunque ella siga durmiendo en él. Que la miraré a los ojos y solo encontraré decepción. Soy consciente de que esto no es real. De que no es más que la mezcla de pautas sociales, necesidad física y una absurda búsqueda de idealizaciones inexistentes. Sé que no tiene sentido. No más, por lo menos, de lo que lo tienen el resto de las cosas.

Pero quizá esto sea todo. Mirar el sol danzar por su cuerpo, el humo del cigarrillo invadir suavemente su boca. Observar sus ojos ausentes, perdidos quién sabe dónde. Quizá con esto baste.

Por ahora.