martes, 14 de agosto de 2012

Pain redefined.

El muchacho corría como si pudiera dejar atrás sus problemas si conseguía la velocidad suficiente. La grava crujía agradablemente bajo sus pies, pero él no lo notaba como otras noches.
La decepción, el dolor, del deseo de que sus sentidos estuvieran engañándolo, le consumía. Pero no era así. Él lo sabía. Era lo suficientemente honesto consigo mismo como para reconocerlo. Las personas, tarde o temprano, marchaban. Cambiaban. Se alejaban. Y él, invariablemente, se quedaba desconcertado, preguntándose cómo demonios habían podido tornarse así las cosas, por qué algo tan etéreo como el tiempo o las palabras o las reacciones hormonales podían trastocar de aquella manera su preciosa realidad tangible.
Redujo lentamente el ritmo hasta quedarse completamente quieto. Observó las casas, con sus luces apagadas y encendidas, y pensó en los miles de corazones que latían dentro de los miles de pechos que había en esos hogares, y en los miles de secretos que escondían aquellos corazones para los demás. Levantó la cabeza y miró hacia las frías y mudas estrellas. Un observador atento podría haber percibido el leve suspiro que elevó su pecho antes de reanudar la marcha.
Sobreviviría.
Como siempre.

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