Termina de abrocharse el uniforme y se mira al espejo de los
vestuarios antes de salir a cumplir su jornada. Ese uniforme define lo que es.
Su cuerpo, su lugar en la sociedad, su mente, su sistema moral. Todo puede
resumirse en unos pocos metros de tela azul, en una armadura negra. En el casco
y en la porra, también.
Tiene que haber alguien que mantenga el orden. En un mundo
tan caótico como este, las leyes deben ser hechas, y alguien tiene que hacer
que se cumplan. Ese es su papel. Es sencillo. Es satisfactorio. Se acuesta todas
las noches con la conciencia tranquila. Sabiendo que, por duro que sea, está
construyendo un mundo mejor para sus hijos.
Piensa que aprendió a
ver el mundo tal y como es demasiado pronto, y no hay demasiada gente que se
atreva a mirarle los ojos y quitarle la razón. Criado en un barrio donde lo
único que tenían para comer a menudo era su orgullo, sus sueños e ilusiones
infantiles no pudieron prolongarse más allá de los trece años. En su instituto,
en otras zonas de la ciudad, los niños no le entendían. Y él, lo supo pronto, quería
despertarlos. Hacerles ver. Eran marionetas en manos de un enorme sistema al
que no le importaban sus vidas sino su dinero, y sus amigos seguían creyendo
que eran libres, que eran felices. Así que desde muy pronto decidió estudiar
periodismo, para poder luchar por la libertad a golpe de pluma y papel.
Sonríe a los
periodistas que la persiguen por la calle. Sabe que sus dientes son blancos
como los de un anuncio de dentífrico, que el pelo le quedó perfecto ayer tras
una sesión de peluquería. Lleva un traje de chaqueta sobrio pero elegante.
Tiene que dar imagen de fortaleza, pero
también de corrección, de inteligencia. Su trabajo no es fácil. A raíz de la crisis
económica, el país está revolucionado. Y qué esperan que haga ella. El mundo se
rige por la ley de la selva y ha sido capaz de labrarse un futuro con sus
propias manos, lo que la coloca en el bando de los fuertes. Mañana hay otra
manifestación de protesta. Gritarán su nombre, insultándola, pidiendo. Pero sabe,
con certeza, que si alguno de los muertos de hambre que berrean en la calle
tuviera las agallas de llegar donde está ella, harían lo mismo.
Las cosas están siendo difíciles últimamente. La gente está
empezando a violentarse. A veces siente cómo una chispa de duda cruza su mente.
Quizá tengan razón. Quizá las medidas que está tomando el Gobierno sean
demasiado extremas. Pero no le pagan por cuestionarse cosas, sino por obedecer
órdenes. Además, si cada uno pudiera imponer su ley a voluntad, el mundo sería
un caos. Él y todos sus hermanos, sus compañeros de cuerpo, son los agentes del
Orden. Y es lo más cercano que hubiera podido llegar a ser de los superhéroes
con los que soñaba en su infancia.
Cuando les dan la señal, cierran filas y se preparan para
cargar.
Las bibliotecas
públicas fueron su segundo hogar. Marx, Bakunin, Berkman, le hablaron pronto de
revolución, de lucha, de cambio. Mientras sus amigos de la infancia caían en la
droga, él se dejaba los codos estudiando. Comenzó a militar en organizaciones
antifascistas. Entró en la facultad con nota, y enseguida demostró una gran
capacidad literaria y una enorme habilidad para el debate. Pero ahora, cuando
tiene que entrar en tercero, las tasas universitarias se han disparado. Y él no
puede permitirse pagarlas. Tampoco le han dado la beca.
A los veinte años, lo
único que le queda es un cóctel molotov en el fondo de la mochila.
Se estira, sale de su
despacho y se dirige al salón. Hay un gran número de efectivos en la manifestación. Hombres
íntegros, fieles, honestos, dispuestos a controlar a la marabunta, a pelear por sus
ideales. Han traído policías de todo el país. No le gusta seguir las
manifestaciones por la televisión. Prefiere relajarse y esperar el informe que
le enviarán sus subordinados.
Los chicos de la primera línea son
jóvenes, tienen la furia y las ansias de luchar grabados a fuego en los ojos.
La adrenalina le recorre, le hace sentirse vivo. Una chica cae bajo su porra. Hay
un hombre sangrando en el suelo, no sabe si por él o por alguno de sus
compañeros. Tampoco importa. Ahora, todos son uno. Son una familia. Más que
eso, un solo ser. Vislumbra cerca un chico flacucho que tiene una mochila y parece
ir a sacar algo de ella.
Le tiemblan las manos,
pero ha tomado una decisión. Nadie va a concederles un mundo mejor sólo con pedirlo
por favor. La lucha es necesaria. Y alguien tiene que empezar.
En un único y rápido movimiento, saca la
botella de un tirón de la mochila, la enciende.
Y se tira de cabeza en
medio del escuadrón de la policía.
Se tumba en el sofá,
escucha la Sinfonía número tres de Brahms y, sonriente, bebe un sorbo de champán.
Podrías escribir una novela coral sobre esto. Mismo tema, mismo tiempo.
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