miércoles, 24 de abril de 2013

Héroes.



Termina de abrocharse el uniforme y se mira al espejo de los vestuarios antes de salir a cumplir su jornada. Ese uniforme define lo que es. Su cuerpo, su lugar en la sociedad, su mente, su sistema moral. Todo puede resumirse en unos pocos metros de tela azul, en una armadura negra. En el casco y en la porra, también.
Tiene que haber alguien que mantenga el orden. En un mundo tan caótico como este, las leyes deben ser hechas, y alguien tiene que hacer que se cumplan. Ese es su papel. Es sencillo. Es satisfactorio. Se acuesta todas las noches con la conciencia tranquila. Sabiendo que, por duro que sea, está construyendo un mundo mejor para sus hijos.

Piensa que aprendió a ver el mundo tal y como es demasiado pronto, y no hay demasiada gente que se atreva a mirarle los ojos y quitarle la razón. Criado en un barrio donde lo único que tenían para comer a menudo era su orgullo, sus sueños e ilusiones infantiles no pudieron prolongarse más allá de los trece años. En su instituto, en otras zonas de la ciudad, los niños no le entendían. Y él, lo supo pronto, quería despertarlos. Hacerles ver. Eran marionetas en manos de un enorme sistema al que no le importaban sus vidas sino su dinero, y sus amigos seguían creyendo que eran libres, que eran felices. Así que desde muy pronto decidió estudiar periodismo, para poder luchar por la libertad a golpe de pluma y papel.

Sonríe a los periodistas que la persiguen por la calle. Sabe que sus dientes son blancos como los de un anuncio de dentífrico, que el pelo le quedó perfecto ayer tras una sesión de peluquería. Lleva un traje de chaqueta sobrio pero elegante. Tiene que dar imagen de  fortaleza, pero también de corrección, de inteligencia. Su trabajo no es fácil. A raíz de la crisis económica, el país está revolucionado. Y qué esperan que haga ella. El mundo se rige por la ley de la selva y ha sido capaz de labrarse un futuro con sus propias manos, lo que la coloca en el bando de los fuertes. Mañana hay otra manifestación de protesta. Gritarán su nombre, insultándola, pidiendo. Pero sabe, con certeza, que si alguno de los muertos de hambre que berrean en la calle tuviera las agallas de llegar donde está ella, harían lo mismo.

Las cosas están siendo difíciles últimamente. La gente está empezando a violentarse. A veces siente cómo una chispa de duda cruza su mente. Quizá tengan razón. Quizá las medidas que está tomando el Gobierno sean demasiado extremas. Pero no le pagan por cuestionarse cosas, sino por obedecer órdenes. Además, si cada uno pudiera imponer su ley a voluntad, el mundo sería un caos. Él y todos sus hermanos, sus compañeros de cuerpo, son los agentes del Orden. Y es lo más cercano que hubiera podido llegar a ser de los superhéroes con los que soñaba en su infancia.
Cuando les dan la señal, cierran filas y se preparan para cargar.

Las bibliotecas públicas fueron su segundo hogar. Marx, Bakunin, Berkman, le hablaron pronto de revolución, de lucha, de cambio. Mientras sus amigos de la infancia caían en la droga, él se dejaba los codos estudiando. Comenzó a militar en organizaciones antifascistas. Entró en la facultad con nota, y enseguida demostró una gran capacidad literaria y una enorme habilidad para el debate. Pero ahora, cuando tiene que entrar en tercero, las tasas universitarias se han disparado. Y él no puede permitirse pagarlas. Tampoco le han dado la beca.
A los veinte años, lo único que le queda es un cóctel molotov en el fondo de la mochila.

Se estira, sale de su despacho y se dirige al salón. Hay un gran número de efectivos en la manifestación. Hombres íntegros, fieles, honestos, dispuestos a controlar a la marabunta, a pelear por sus ideales. Han traído policías de todo el país. No le gusta seguir las manifestaciones por la televisión. Prefiere relajarse y esperar el informe que le enviarán sus subordinados.

 Los chicos de la primera línea son jóvenes, tienen la furia y las ansias de luchar grabados a fuego en los ojos. La adrenalina le recorre, le hace sentirse vivo. Una chica cae bajo su porra. Hay un hombre sangrando en el suelo, no sabe si por él o por alguno de sus compañeros. Tampoco importa. Ahora, todos son uno. Son una familia. Más que eso, un solo ser. Vislumbra cerca un chico flacucho que tiene una mochila y parece ir a sacar algo de ella.

Le tiemblan las manos, pero ha tomado una decisión. Nadie va a concederles un mundo mejor sólo con pedirlo por favor. La lucha es necesaria. Y alguien tiene que empezar.
 En un único y rápido movimiento, saca la botella de un tirón de la mochila, la enciende.
Y se tira de cabeza en medio del escuadrón de la policía.

Se tumba en el sofá, escucha la Sinfonía número tres de Brahms y, sonriente, bebe un sorbo de champán.

1 comentario:

  1. Podrías escribir una novela coral sobre esto. Mismo tema, mismo tiempo.

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