martes, 23 de abril de 2013

Adam Peterson

La voz irritada del jefe perfora sus tímpanos y él intenta fingir que escucha, aunque su atención se concentra en el reloj que pende encima de la calva cabeza del hombre que le paga por su tiempo y su dignidad. Hace veinte minutos que tendría que haber salido. Suspira, casi imperceptiblemente.

Cuando por fin consigue salir del despacho ya son más de las siete. No debería haber salido tan tarde. No debería estar trabajando allí, para empezar.

¿Era un fracasado antes de que ella lo dejara? Probablemente sí. Aceptó ese empleo para poder cuidar de su mujer y de su hija, y su matrimonio no duró más de cinco años. Él, por otro lado, no se vio capaz de abandonarlo para buscar algo más acorde a sus capacidades. Ya lo haré mañana, se decía todos los días. Y allí seguía, con cuarenta y pico años, bolsas bajo los ojos y una barriga más que incipiente.

Emite otro suspiro de cansancio cuando llega a casa. Su ex mujer murió hace tres meses a causa de una enfermedad que no supieron diagnosticarle a tiempo. La hija de ambos, adolescente, vino a vivir con él. Y desde entonces todo el orden de su piso se transforma, apenas en un segundo, en caos.
Se quita la chaqueta del traje y comienza a recoger. Los libros siguen un riguroso orden alfabético dentro de su colocación por tamaños. Las sábanas han de ser ordenadas según su tonalidad cromática. Cuántas veces le ha dicho que use posavasos. Que vacíe el cenicero tras usarlo. ¿Y el mando? No lo encuentra. La maldita cría ha manchado su precioso sofá de color crema con algo que no logra identificar, probablemente salsa barbacoa. Huele a marihuana. Sus discos compactos están desparramados por todo el suelo.

Si esto fuera una película, la chica y él encontrarían una afinidad inesperada en algo sorprendente, como el béisbol o las películas de los años sesenta, y entonces todo comenzaría a ir bien. Él encontraría un trabajo que le hiciera feliz y desayunarían tortitas los domingos por la mañana.

Pero su hija, con la cual dudaría el parentesco si no fuera porque sus ojos y nariz son iguales a los de él, es el ser más superficial y molesto de la tierra. No le interesan los libros, jamás ha cogido uno, y se burla de su música, de su trabajo. De él. Crea el desorden sólo para molestarle. Y si pud...
El hilo de sus pensamientos se detiene al llegar al baño. Hay un tampón usado en el inodoro. Ha sido depositado allí hace algunas horas. La sangre, roja, brillante, contrasta vivamente con el blanco de la porcelana.

Vuelve al sofá, despacio. Se sienta. No enciende la televisión. Simplemente se sienta, y espera.

Cuando la niña regresa, dos horas y media más tarde de su hora límite, se dirige hacia ella. La abraza. Ella se pone rígida, intenta resistirse.

El cenicero de mármol impacta en su cabeza y le arranca un grito. Él continúa golpeándola metódicamente, sin expresión, mientras la sangre y los pedacitos de hueso y masa cerebral se desparraman por todos los lados. La sorpresa, el miedo, el dolor, que percibe en la mirada de ella antes de que se apague por completo, no le conmueven en absoluto. Está lejos. Nada puede tocarlo. Es libre.

Finalmente suelta el cenicero, se sienta en el sofá de color crema, ahora manchado con la sangre de su sangre, y se afloja la corbata con un tercer suspiro de cansancio.

Va a tener que limpiar mucho.

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