domingo, 15 de septiembre de 2013

Ghost variations.

Las manos alisaron por enésima vez la falda, mecánicamente, sin que hiciera ninguna falta ni ella tuviera conciencia exacta de que lo estaban haciendo. Se llevó una uña a los labios antes de recordar que la manicura le había costado cuarenta y cinco euros y no era cosa de estropearla tan pronto. Los focos iluminaban el lugar, quizá en exceso. Le habría gustado una luz un poco más baja, que hiciera aquello un poco menos circense. En realidad no importaba. Pero habría sido bonito.
Alguien, a su lado, comentó un tema trillado de actualidad al que ella contestó con una respuesta no menos convencional. Le habría gustado que la etiqueta permitiera llevar un reloj para poder constatar físicamente que el tiempo no estaba pasando.
Paseó la mirada por la sala vagamente. Alguien tocaba un piano en un rincón de la sala. Schumann, le parecía identificar, aunque sus conocimientos en música clásica dejaban bastante que desear. Buscó al pianista. No tardó mucho en encontrarlo. En esa posición lo único que distinguía era el cabello, rubio, los hombros enfundados en el esmoquin de rigor, el movimiento preciso y estético, bailarín, de los dedos. La cabeza se movía, con sentimiento, al compás de la pieza. De pronto comprendió que él no estaba allí. No los veía, no los sentía. Fuera quien fuese, aunque no se estuviera moviendo del asiento, el muchacho danzaba al compás que le dictaban sus propios dedos.
Volvió a pasear la mirada por la sala. Joyas, maquillajes cuyo precio bastaría para alimentar a una familia media una semana, corbatas cuya confección exigía más cuidado del que recibían muchas personas en su vida, charlas insustanciales, intelectualoides, sonrisas falsas. Y en el medio él. Y ella.
Podría levantarme, pensó. Podría barrer la mesa con el brazo, y escuchar cómo suenan las copas de cristal al morir. Podría hacer cantar a los cuchillos contra el suelo. Podría ver estallar en mil pedazos las preciosas escenas grabadas en los platos. Y cuando toda esa riqueza desperdiciada les haga levantar, espantados, y prestar atención, verdadera atención, por primera vez en muchos años, podría gritarles que todos están muertos y que quizá el muchacho y yo también lo estemos pero al menos tenemos alguna intuición de ello. Que la vida les susurra melodías al oído que ellos, cobardes, se esfuerzan en ignorar. Que me dan asco, asco, asco, asco.
Apretó, esta vez conscientemente, los puños en la falda. Y entonces alguien anunció su nombre, y todos se volvieron a mirarla, y el foco la apuntó a ella, directamente a ella. La pantalla se iluminó con el título de su tesis. Se levantó, aplaudieron.
Pálida, algo temblorosa, comenzó a desgranar las maravillas de la literatura del s.XIX.
Durante el resto de la noche sus ojos evitaron el rincón del pianista.

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