Las luces del plató se apagaron con un chasquido
melodramático. Se colocó en el centro, a oscuras, y respiró el silencio. Y
soñó. Soñó con una fama que ni sus genes ni sus habilidades habían sido capaces de brindarle. Fantaseó con
chicas guapas, con coches caros. Con poder mirarse al espejo por las mañanas.
Sus labios entonaron en el camino hacia el tren alguna
melodía que su memoria consciente no acaba de ubicar. Jazz, probablemente. Su
leche y su música fueron los dos grandes regalos que su madre le hizo al llegar
al mundo. Le compró su primer saxofón a
una edad indecentemente temprana, y él quiso satisfacerla, lo ansió con toda su
alma.
Las puertas del metro se cerraron detrás de él y tomó
asiento, paseando una mirada distraída por entre los demás viajeros y preguntándose
vagamente por qué esa mujer le resultaba familiar.
Los años fueron demostrándole que carecía de
talento. Pero ella seguía repitiéndole, con cariño y una fe casi dolorosos, que
sería el próximo John Coltrane. Y él se soñó John Coltrane hasta que un día se
dio cuenta de que no iba a serlo nunca, de que las ilusiones de su madre eran
vanas y desorbitadas, y las suyas aún peores, por resignadas y conformistas.
De repente su mente hizo la conexión. La mujer de pelo
moreno era su ex novia del instituto. Tenía veinte años y kilos más, pero no
cabía duda de que era ella. Miraba al infinito con expresión exhausta. Su
primer impulso fue ir a saludarla, pero después decidió aprovechar esta
exquisita ocasión para observar sin ser visto. Su dedo estaba decorado con una
alianza dorada, muy a juego con las bolsas oscuras que circundaban sus ojos. Apostó
consigo mismo la existencia de dos hijos, como mínimo. Su cintura estaba
ensanchada, muy distinta de la cinturita de avispa que sus manos habían
acariciado miles de veces, hacía tanto tiempo ya que tuvo que recurrir a toda
su fe para creerlo.
Se fijó en la camiseta de ella. Mostraba una fotografía de
una chica joven, con los brazos llenos de tatuajes, un montón de piercings y
expresión sensual. Sin duda, se le ocurrió, era un símbolo de libertad. Seguro
que su antigua amada quería ser así. Su camiseta era el icono de todo lo que
ella quería lograr en la vida. Pensó, de nuevo, en acercarse a saludar, pero ¿qué
le iba a decir? ¿Que había abandonado el saxofón por la escoba? ¿Que nunca
llegó a ser nada más que un conserje? ¿Que sus giras mundiales se vieron
reducidas a paseos a la panadería de la esquina?
Repentinamente un detalle llamó su atención. La chica de la
camiseta llevaba unas mangas que simulaban ser piel tatuada. No eran de verdad.
El icono de libertad, pensó, había resultado ser una farsa.
Qué irónico. Y qué adecuado. Pensó en decírselo. Saboreó la absurda posibilidad de
destruir la vida de otra persona, la sensación de tenerla en sus manos.
Después se bajó del tren. Y cuando oyó el definitivo ruido
de las puertas al cerrarse detrás de él, supo, de alguna manera, que al
salvarla también se había salvado un poquito a sí mismo.
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