domingo, 10 de marzo de 2013

I go to the barn because I like.

Tiene que subir otra vez, una vez iniciada la marcha, porque ha olvidado las llaves del buzón. Hace años que se viene preguntando si conserva el ritual por romanticismo, por terquedad o por caprichosa nostalgia. Hasta ahora aún no ha encontrado respuesta.
Mantiene ocupada su mente mientras brinca hasta el piso de abajo, aunque una parte de ella aún siente el nerviosismo, la expectación, como si no fuera ésta una ocasión mecanizada a fuerza de repetición, que lo es, sino un momento mágico y largamente ansiado, que también lo es. Probablemente.
Le cuesta asimilarlo cuando lo ve. Piensa que sus ojos la engañan, incluso llega a frotárselos. Pero no. Es verdad.
El buzón está vacío.
Queda paralizada un segundo. Después cierra la puerta lentamente y recorre el camino a la inversa, escaleras arriba. No es más que un retraso, piensa, intentando tranquilizarse. Es normal. Y sin embargo, la ausencia del sobre blanco y estrecho, con un doblez elegante, inclinado ligeramente hacia la izquierda, la mantiene inquieta toda la mañana.
A lo largo del día baja tantas veces que termina por dejar las llaves en lo alto del armario de la cocina. A medianoche todavía no ha recibido nada. Se sienta en el suelo de la cocina y se abraza las piernas como hacía cuando era una niña. Algo terrible ha ocurrido. Está segura. Lo intuye. Siente el frío recorrerle la columna vertebral, su piel se eriza. Ha muerto. Ha tenido que morir. Ese terrible pensamiento, que ya no es tal, sino una certeza, se apodera de ella. Ha muerto. El tiempo de los arrepentimientos, la oportunidad de la redención, ha pasado. Le ha sido cruelmente arrebatada la capacidad de decidir. Ese eterno algún día se ha convertido en un nunca. No hay vuelta atrás.
Se levanta, lentamente. Abre el armario de su habitación y saca una caja de zapatos.
Contiene veinticinco sobres blancos y estrechos, con un doblez elegante, inclinado ligeramente hacia la izquierda. Todos ellos están cerrados.
Respira. Y los abre. Todos ellos empiezan con un Feliz cumpleaños. Todos ellos acaban con un Te quiere, papá.  Y las dos palabras más repetidas son Lo siento.
Los lee, en silencio. Los guarda de nuevo, con cuidado, en silencio. Y en silencio llora la posibilidad de esos veinticinco años que no fueron, que podrían haber sido.
El timbre de la puerta la saca a la mañana siguiente de un sueño inquieto, ligero, empapado de pena.
Un problema con las entregas en el día de ayer, le dicen. Hubo retrasos. Lamentan mucho las molestias que hayan podido causar.
Pero ella no escucha. Porque su mundo entero parece haberse concentrado en un sobre sin abrir, blanco y estrecho, con un doblez elegante, inclinado ligeramente hacia la izquierda.

1 comentario:

  1. Muy bonito. Triste y misterioso es el rechazo de la chica a la realidad. Quizás al final decide cambiar las cosas y no seguir con su ceremonia anual.

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