lunes, 4 de junio de 2012

Violence.


Ella lo sabía. Lo supo nada más mirarme, como lo saben todo dos almas tan cercanas que son casi una. No dijo nada, me miró a los ojos, y yo casi pude oír el sonido de su corazón al volverse de piedra. Como en los viejos tiempos, cuando no me permitía acercarme por miedo a necesitar a alguien más que ella misma.
Nunca había pensado que esto podría pasarnos a nosotros. O quizá sí. Había tonteado con el momento, peligrosamente, rozando la tentación pero sin dejarme nunca atrapar por ella. Hasta entonces.
La muchacha era pelirroja y tenía unos ojos grandes, verdes, limpios. Estaba nerviosa. Parecía curiosamente inapropiada en aquel bar que yo llevaba años frecuentando, demasiado joven, demasiado pura. La contemplé durante una hora, quizá más, y de repente me invadió una sensación nueva, insoportable. Sentí que mi vida se había esfumado. Que ya todo lo que me esperaba era una longevidad monótona y cansada, justo lo que llevaba toda mi existencia intentando evitar. Casi pude sentir el frío de mis cadenas. La tirantez de mis límites.
 Sus manos temblaban, haciendo tintinear los hielos cuando cogió la copa a la que le invité. Solo durante un instante, antes de abrirle la puerta de nuestro hogar, me pregunté qué estaba haciendo. Qué nos estaba haciendo. Cómo afectaría aquello a nuestro futuro. Pero fue un momento de esos en los que nada importa salvo el presente. En los que uno se dispone a vivir y deja que su futuro yo recoja los pedazos de lo que sea que se rompa después.
No la llevé a nuestra cama. No pude hacerlo. Era demasiado nuestra, demasiado íntima, como para ensuciarla. Fue en el cuarto de invitados. Cuando todo terminó, se quedó mirándome durante unos instantes infinitos, y me besó en los labios, lentamente. Después se vistió y se fue en silencio.
Y a los dos días mi mujer volvió de viaje, y supo al instante que todo había cambiado entre nosotros. No dijo nada. Siguió contándome los pormenores de su viaje, con normalidad. Después tomó una ducha y se puso su camiseta favorita para estar en casa, una enorme, negra, de un grupo de rock al que amaba cuando era joven. La vi desde el salón, sentada en la mesa de la cocina, mirando su Four Roses con hielo como si en él pudiera encontrar la respuesta a todos sus miedos, sus dolores, sus incertidumbres.
Después de un par de copas, se levantó. A la luz tenue y dorada de la lamparilla la miré como si fuera la primera vez que la veía. Las piernas delgadas y suaves, la ropa interior de encaje que tanto le gustaba, desentonando estrepitosamente con la raída camiseta. Los lóbulos de las orejas que yo adoraba mordisquear. Su pelo largo y sedoso. El resto de su cuerpo que mis dedos conocían de memoria. Ella. La miré. Supe que la amaba. Que nunca volvería a amar a nadie de la misma manera, jamás.
Me cogió de la mano y me llevó al dormitorio, e hicimos el amor. Fue intenso. Fue lento, y suave, y precioso, y más triste que nada que haya sentido en mi vida. Jamás nos habíamos amado de esa manera. Nunca volvimos a hacerlo.
Al acabar, apretó su cuerpecillo contra el mío. Estaba temblando. Se acurrucó y yo la abracé como a una niña pequeña y asustada, deseando que mi piel fuera capaz de transmitirle cuánto la quería y cuánto la iba a echar de menos. Tenía la certeza de que a la mañana siguiente despertaría solo.

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